Leí Viaje al futuro del imperio, de Robert D. Kaplan, hace ya algunas décadas. Desde entonces, la obra ha sido criticada por su supuesto determinismo geográfico, al atribuir un peso excesivo a la geografía en la configuración del poder político y las dinámicas internacionales. Sus críticos señalan que su énfasis en la geografía tiende a subestimar otros factores clave, como la economía, la cultura, la ideología y los avances tecnológicos, que también juegan un papel fundamental en el devenir histórico y político.
Sin embargo, y pese a las críticas, el análisis de Robert Kaplan abunda en diagnósticos tan lúcidos como valiosos, que revelan nuevas formas de comprender el mundo. Sus ideas van mucho más allá del ámbito de la geopolítica y nos invita a reflexionar sobre el vínculo entre el humano, el suelo sobre el cual camina y las dinámicas del poder.
En aquel entonces, su visión de la geografía, esencial para entender las tensiones y conflictos globales, junto con su premonición de que los recursos naturales y las condiciones climáticas serían protagonistas en las disputas del siglo XXI, se me presentaron como un descubrimiento literario. Su estilo narrativo, marcado por su precisión periodística y la profundidad del analista geopolítico, daban esa sensación de inevitabilidad, como si la historia y la geografía avanzaran con la determinación de un monstruo.
Su tono, a menudo teñido de sombras, subrayaba conflictos y desafíos ineludibles donde la geografía se imponía sobre la historia. Esa perspectiva, cruda y desprovista de consuelo, ejercía en mí una atracción irresistible, tal vez la misma que atrapa a quienes encuentran en el realismo más austero una forma de verdad. Así que seguí con sus otros libros que hoy son parte de mi colección. Ese enfoque, que podía resultar desalentador para quienes buscan destellos de optimismo en el análisis de nuestro futuro, simbolizó mi paso de la juventud a una etapa más adulta, más jodidamente realista. Es como cuando te das cuenta de que la vida no es un viaje épico hacia el éxito, sino más bien una sucesión de desgracias encadenadas con breves momentos de respiro. Un tipo joven se ilusiona con la idea de que el mundo se va a arreglar solo, pero el adulto entiende que el mundo nunca se arregla; solo se hace más grande y complejo, y lo que creías que era una frontera sólida se desmorona con el primer viento fuerte.
Recuerdo especialmente su mención a la Muralla China, el ejemplo magistral de cómo las fronteras "artificiales," incluso aquellas sostenidas por un esfuerzo titánico y cargadas de profundo simbolismo, terminan por desvanecerse con el tiempo. Concebida originalmente como una barrera impenetrable para resguardar al imperio de las incursiones de las tribus nómadas del norte, con el transcurso de los siglos se transformó en un vestigio histórico, relegado al interior del territorio chino. Su propósito original se desdibujó frente a las incesantes transformaciones de las dinámicas geopolíticas, recordándonos la fragilidad de las divisiones humanas ante el devenir de la historia.
Hoy, esa muralla, en el centro del mapa, no es nada más que un símbolo de la fragilidad de nuestras divisiones. Nos obliga a repensar las fronteras que seguimos levantando: físicas, políticas, ideológicas. Todos esos muros que creemos inquebrantables están destinados a caer, no solo por las presiones del exterior, sino por el poder incontrolable del cambio humano: nuestras necesidades, nuestros valores, nuestras relaciones. Porque ninguna frontera es realmente infranqueable cuando la humanidad tiene un propósito: moverse, conectarse, adaptarse. Esta es la historia de Baja California, Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas. Nuestra frontera norte. Un recordatorio de que, aunque trazamos líneas en la arena y el viento, tan necio, las borra.
Mario Adalid Lugo
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