El hombre, no el mito: El Evangelio según Jesucristo de Saramago

 


Había una vez un carpintero que soñó con ser hijo de Dios y despertó clavado en una cruz. Esta podría ser la síntesis brutal de El Evangelio según Jesucristo, la novela en la que José Saramago desarma la iconografía sagrada para mostrar, en su lugar, a un hombre de carne y contradicciones. No es el relato que aprendimos en catequesis: aquí Jesús suda, duda, ama, y sobre todo, sufre antes de entender por qué el peso de un destino divino ha caído sobre sus hombros. ¿Qué pasa cuando la fe se escribe desde la humanidad y no desde el dogma? Saramago lo responde con una historia que escandalizó a la Iglesia y fascinó a los lectores, no por blasfemia, sino por honestidad.

El Jesús de Saramago no nace en un pesebre iluminado por ángeles, sino en la intimidad turbia de un error: José, su padre, calla la masacre de inocentes ordenada por Herodes y carga después con la culpa de no haber alertado a otros padres. Esa sombra lo perseguirá hasta la cruz, donde entenderá que su sacrificio no redime a nadie, sino que perpetúa un ciclo de dolor diseñado por un Dios tan celoso como arbitrario. ¿No es acaso más terrible un padre que exige la muerte de su hijo que un verdugo que solo obedece?

Saramago, con su prosa labrada a cincel —esa que fluye sin puntos, como un río de conciencia—, no solo reimagina a Jesús, sino a un Dios que parece más tirano que padre, y a un Diablo que seduce no con mentiras, sino con verdades demasiado crudas. "Dios no necesita justificarse, solo obediencia", le dice Satanás a Jesús en uno de los diálogos más deslumbrantes de la literatura contemporánea. Y ahí está la genialidad del libro: no niega lo sagrado, lo humaniza hasta volverlo incómodo. Claro, hubo quien acusó a Saramago de herejía (el Vaticano lo llamó "un insulto"), pero ¿no es la herejía solo otra palabra para el pensamiento libre?



Criticar esta novela por no ajustarse al evangelio canónico es como reprocharle a un espejo que refleje arrugas. Saramago no escribe teología, sino literatura; no busca deconstruir la fe, sino explorar sus costos humanos. Su Jesús llora ante la injusticia, se enamora de María Magdalena (aquí compañera, no pecadora redimida), y se rebela contra un plan divino que le parece, con razón, cruel. ¿Acaso la fe verdadera no debería soportar estas preguntas?

Al cerrar el libro, una imagen se queda flotando: Jesús, ya en la cruz, mira al cielo y solo ve vacío. No hay perdón, ni explicación, solo silencio. Saramago no nos deja una moraleja, sino una inquietud: si Dios existe, ¿qué dice de él que haya elegido el sufrimiento como lenguaje? Y si no existe, ¿qué dice de nosotros que sigamos buscándolo en cada grieta de nuestra historia?

Queda la duda, claro. Pero también queda el consuelo de que, al menos esta vez, alguien le concedió a Jesús el derecho a enfadarse con su propio mito. Después de todo, ¿no es la rabia el primer síntoma de haber amado?