Francisco: El papa de los pobres en un mundo para ricos

 

La historia de la Iglesia católica es la de una máquina de supervivencia. Sin embargo, bajo el pontificado de Francisco, el catolicismo enfrenta una encrucijada que no es solo teológica o pastoral, sino profundamente política y social. Esta vez, la crisis no proviene únicamente de sus filas internas, sino de un mundo globalizado, polarizado y cada vez más escéptico ante las estructuras de poder tradicionales.
Si se confirma su renuncia, la salida de Francisco no será solo el fin de un papado, sino el inicio de una batalla por el “alma” de la Iglesia. Su legado debe parecer ambiguo: para algunos, un reformador necesario; para otros, un líder que no supo —o no pudo— llevar sus ideas hasta sus últimas consecuencias. Lo que está en juego no es solo la dirección teológica de la Iglesia, sino su relevancia en un mundo que cambia a una velocidad vertiginosa. La sociedad civil, los medios de comunicación y hasta los poderes políticos tendrán algo que decir. Porque, en el siglo XXI, el futuro del catolicismo ya no es solo un asunto de fe: es un tema de interés global.
Desde su elección en 2013, Jorge Mario Bergoglio ha sido un papa disruptivo. Su énfasis en la justicia social, su postura a favor de los migrantes, su apertura hacia la comunidad LGBT y su dura crítica al capitalismo desenfrenado lo convirtieron en un referente del progresismo dentro del catolicismo. Sus reformas, aunque aplaudidas por sectores liberales, fueron vistas como una traición por el ala más conservadora de la Iglesia, que lo acusó de desvirtuar la doctrina y coquetear con el comunismo. Una afirmación, por supuesto, exagerada. Francisco no ha alterado los dogmas fundamentales de la Iglesia ni ha impulsado una agenda socialista. Su enfoque se ha centrado en la misericordia y la inclusión, en línea con la Doctrina Social de la Iglesia, que desde León XIII ha abordado la justicia social sin comprometer la tradición teológica.
Las tensiones alcanzaron un punto álgido en los últimos años. Líderes ultraconservadores como el cardenal Raymond Burke o el arzobispo Carlo Maria Viganò, declarado culpable del delito de cisma, han cuestionado su legitimidad y han sugerido que su pontificado es contrario a la fe, a pesar de que ellos mismos son católicos. Para los propagandistas ultraconservadores, Francisco representó una desviación inaceptable de la tradición, llegando a verlo como un peligro para la Iglesia misma. Críticos en medios y redes sociales lo han acusado de promover una agenda “globalista” que, en su visión, erosiona los valores cristianos en favor de un progresismo secular. Incluso figuras políticas ajenas al Vaticano, como el presidente argentino Javier Milei, lo atacaron abiertamente. Milei, quien llegó a llamarlo “zurdo hijo de p...” y “representante del maligno en la Tierra”, terminó moderando su postura tras asumir el poder, evidenciando que en la política —como en la religión— las convicciones pueden ajustarse a la conveniencia.


Pero la mayor amenaza no proviene de los insultos de la extrema derecha, sino de la posibilidad de que esto concluya en un cisma. La Iglesia ha sabido contener las disidencias internas por siglos, pero la radicalización de ciertos sectores ultraconservadores plantea un escenario inquietante: la posibilidad de una fractura formal. No sería la primera vez. El Gran Cisma de Oriente (1054) y la Reforma Protestante demostraron que, cuando la tensión se vuelve irreconciliable, la Iglesia se fragmenta. Hoy, un nuevo cisma no sería impensable si un futuro papa intentara desmantelar las reformas de Francisco o si los tradicionalistas decidieran romper con el Vaticano.
La enfermedad de Francisco ya ha dejado ver el inicio de estas disputas. Su crisis respiratoria, que requirió oxígeno de alto flujo y transfusiones de sangre, lo dejó en estado crítico, encendiendo las alarmas en el Vaticano. La lucha por su sucesión será el próximo gran campo de batalla entre progresistas y conservadores.
Como ateo, sigo de cerca estos acontecimientos con interés. Aunque muchos confundan mi cuestionamiento a la Iglesia con irrespeto, en realidad comprendo las implicaciones de una institución que a veces toma la diplomacia en sus manos y que juega un papel fundamental en la política global. Muchos piensan que el reconocimiento de políticas liberales y progresistas acaba con nuestra cultura, cuando en realidad es nuestra cultura la que permite estos cambios. Si Francisco renuncia o peor aún, fallece, su legado quedará a merced de la política interna del catolicismo. Su papado puede haber sido un intento de modernizar la Iglesia, pero también ha dejado cicatrices que podrían ser irreparables. ¿Será recordado como un reformador necesario o como el último pontífice antes de una gran ruptura? Esa es la pregunta que quedará en el aire mientras los cardenales y políticos de extrema derecha preparan el siguiente movimiento en esta “batalla celestial”.

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