Hay escritores que parecen tallados por la historia y otros que se la toman como un ring de box. Mario Vargas Llosa fue ambos: el intelectual incómodo que se desmarcó de los dogmas —los revolucionarios, los religiosos, los nacionalistas— y el gladiador que nunca dejó de pelear en la arena pública. Murió a los 89 años, pero llevaba décadas conversando con la muerte: la del pensamiento complaciente, la de la izquierda fosilizada, la de una Iberoamérica que a veces se empeña en no crecer.
Nació en 1936, en un Perú que todavía creía en virreyes, curas y militares como figuras tutelares del orden. De niño quiso ser sacerdote —como todo niño bien educado en un colegio católico—, pero un episodio de abuso a los 12 años lo sacó de la fe como si alguien hubiese apagado la luz de golpe. “Me distancié por completo de la religión”, diría años después. El trauma fue el primer umbral: dejó de temerle a los dioses y comenzó a pensar por sí mismo. Nunca volvió a rezar. Empezó, en cambio, a escribir.
Y cuando Vargas Llosa escribía, el mundo se enteraba. De las madrugadas limeñas a las aulas de San Marcos, de las tertulias en París a los editoriales en El País, convirtió la palabra en trinchera. Fue un novelista que hizo de la política un teatro y un ensayista que nunca ocultó sus pasiones: la literatura, la libertad, el debate. “Escribir es una forma de resistencia”, repetía. Y resistió como pocos. A los clichés de la izquierda, al conservadurismo reaccionario, a la tentación de volverse tibio.
Su narrativa —seca, precisa, sin adornos innecesarios— fue también un manifiesto: Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo, La ciudad y los perros. Libros que le dan al lector una bofetada y luego lo invitan a pensar. Porque Vargas Llosa, más que un narrador, fue un aguafiestas del conformismo. “¿En qué momento se jodió el Perú?”, se preguntaba su personaje Zavalita. La pregunta, claro, se extendía al continente entero.
Pero no era un santo de la ilustración. Lo suyo no fue el pensamiento puro, sino la incomodidad sistemática. Militó en el fervor revolucionario cubano… y luego rompió con él cuando el castrismo empezó a oler a dictadura. Se despidió de la izquierda como quien abandona una religión que ya no cree en su dios. “No hay libertad sin mercado”, dijo, y lo acusaron de neoliberal. Pero no le importó. Su herejía consistía en pensar fuera del rebaño.
En 1990 cometió el pecado de postularse a la presidencia del Perú. Quiso llevar sus ideas del papel al poder. Perdió contra Fujimori, el outsider populista, y con eso entendió que la política real huele más a estiércol que a tinta. Volvió entonces a sus libros, más libre que nunca, más solo también. Porque Vargas Llosa fue un liberal en una región que solo entiende el poder en términos de caudillos y banderas. Y él prefería los matices.
Fue agnóstico hasta el final. “No soy ateo —decía—, soy un perplejo.” Esa perplejidad fue su brújula moral: lo salvó del fanatismo, pero también lo dejó sin iglesia. Porque en América Latina, no creer en nada es sospechoso. Y Vargas Llosa cargó con esa sospecha como un blasón. Prefería la duda a la fe, el ensayo al sermón, la crítica al aplauso fácil.
Tuve la suerte -y el honor- de realizar una de las últimas entrevistas con Mario Vargas Llosa. “Si dios existe”, me dijo en su casa en Madrid, “no es como lo pinta la religión cristiana; es imposible que sea de esa manera”. En otra entrevista me dijo que sería de “muy mal gusto”… pic.twitter.com/09gf2qLKSb
— JORGE RAMOS (@jorgeramosnews) April 14, 2025
Sus enemigos lo llamaron traidor. Sus excompañeros de lucha, vendido. Pero nadie puede decir que no fue coherente. Defendió el laicismo, la libertad de prensa, los derechos individuales. Creía que la literatura debía molestar, incomodar, sacudir. En eso fue un discípulo de Voltaire, pero con acento limeño y vocación universal. Ganó el Nobel en 2010, y aunque lo celebró con corbata, siguió escribiendo con cuchillo.
¿Y qué queda ahora que se ha ido? Un legado incómodo, brillante y necesario. Vargas Llosa no fue el escritor de una patria, sino el crítico de todas. Se negó a idealizar el pasado y a romantizar la pobreza. Para él, la libertad no era una consigna, sino una urgencia. Y eso, en este continente de dogmas viejos y populismos nuevos, sigue siendo una revolución pendiente.
0 Comentarios