No hay Dios, es Ignacio Ramírez con una pluma y un cerillo


Ignacio Ramírez nació el 22 de junio de 1818 en San Miguel el Grande, Guanajuato, en un país que acababa de sacudirse las cadenas, pero seguía atado a muchas de las jerarquías coloniales. México era libre… en teoría. En la práctica, seguía gobernado por el miedo, sotanas y misales. La Iglesia lo tenía todo: tierra, escuelas, almas. No solo dictaba la moral, también controlaba tierras, escuelas, conciencias. Las guerras civiles entre liberales y conservadores apenas comenzaban a delinear el rostro de una nación en pugna por definirse entre el pasado virreinal y las promesas de la modernidad. Era un México en disputa entre la fe y la razón.

En ese escenario de polarización ideológica, Ramírez creció como parte de una generación ilustrada que encontró en las ideas de Rousseau, Voltaire y Diderot las herramientas para cuestionar no solo al gobierno, sino a los dogmas que sostenían la desigualdad.

Hijo de un abogado, desde niño aprendió dos cosas: que el lenguaje era poder y que ese poder lo usaban los mismos de siempre. Estudió en Toluca, luego en el Colegio de San Gregorio, y finalmente en San Ildefonso, en la Ciudad de México.

A los 19 años, Ignacio Ramírez se paró frente a la Academia de Letrán y soltó una bomba que todavía hace eco en los pasillos de este país de creyentes:

“No hay Dios; los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos.”


Esa afirmación —inédita, desafiante, herética— fue la chispa intelectual de una carrera incendiaria. Como escritor, jurista, político y periodista, El Nigromante se convirtió en una de las voces más agudas del liberalismo mexicano. Defendió la educación laica, los derechos de los pueblos originarios y la separación entre Iglesia y Estado con una pasión que rayaba en la militancia.

Su participación en la redacción de las Leyes de Reforma —esas que despojaron a la Iglesia de sus tierras, sus fueros y su inmunidad moral— no fue decorativa. Ramírez no solo empujó la guillotina, afiló la hoja. Fue uno de los cerebros detrás de la Ley Juárez y la Ley Lerdo, que arrancaron el control del clero sobre la vida civil. Desde las trincheras de periódicos como Don Simplicio, El Siglo Diez y Nueve y La Chinaca, escribió columnas como quien lanza piedras: sin pedir disculpas ni bajar la voz.

No era solo un ideólogo: era un incendiario con pluma y papel. Mientras otros hablaban de progreso, él lo empujaba con los codos. Fue ministro de Justicia, de Instrucción Pública y de Fomento. Desde ahí, quiso reconstruir un país con menos iglesia y más libros, menos procesiones y más escuelas. Sus enemigos lo llamaban blasfemo, hereje, traidor. Sus aliados lo escuchaban con respeto... y con miedo. Porque Ramírez no negociaba con el absurdo. Era un agitador del pensamiento. Un provocador necesario. El tipo que te decía en la cara lo que el sistema no quería que escucharas.

Luces y sombras: El Nigromante

Ramírez no fue un santo de la razón. Su temperamento incendiario lo llevó a confrontar no solo al conservadurismo, sino también a sectores de su propio bando. Fue acusado de autoritario y de elitista, incluso por otros liberales. En ocasiones, su crítica se volvió sectaria; su lucha, excesivamente intelectualizada para llegar al pueblo que decía defender.

Tampoco escapó de las contradicciones típicas del liberalismo decimonónico: mientras denunciaba la opresión religiosa, defendía un modelo estatal que, aunque moderno, no siempre fue incluyente, pero además, fue un personaje complejo cuyas creencias y prácticas no se limitaban al ámbito político y social, sino que también incluían un interés por el ocultismo y el esoterismo. 

En su época, el término "nigromancia" se asociaba no solo con la práctica de la magia negra, sino también con un interés por los misterios de la vida y la muerte, así como el estudio de los fenómenos paranormales. Ignacio Ramírez tenía un enfoque filosófico y simbólico hacia el ocultismo, influenciado por las ideas de la Ilustración, el racionalismo y las corrientes intelectuales que buscaban desafiar la autoridad eclesiástica. Su afición, muy probablemente, estaba más ligada a su deseo de explorar el conocimiento humano y a la crítica a las instituciones tradicionales, como la Iglesia, que a una práctica de rituales o magia.

Huellas que perduran

El Nigromante es una figura que resurge cada vez que se discute el laicismo, la educación pública o la libertad de pensamiento en México. Su nombre está en plazas, escuelas, homenajes, pero también en los debates más recientes sobre el papel de la religión en la política.

Fue rescatado por los muralistas posrevolucionarios como símbolo de la lucha contra el oscurantismo. Diego Rivera lo incluyó en su mural de la Alameda Central con la frase “Dios no existe”, la cual fue borrada y luego restaurada, como metáfora viva de las tensiones que aún genera.




Intelectuales le siguen citando como parte de la genealogía del pensamiento crítico mexicano. Su figura es estudiada por historiadores del derecho, de la educación y del pensamiento radical latinoamericano.

Su figura sigue siendo incómoda porque representa la ruptura, el corte limpio con las herencias impuestas. Fue un hereje necesario en un país que todavía duda entre obedecer o pensar.



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