Vacaciones sin redención: descanso, cerveza y otros ritos paganos

 




Era jueves santo y nosotros no perdíamos el tiempo. Habíamos preparado aguachile, compramos más cervezas de las necesarias (como dicta la tradición en toda reunión que se respete) y estábamos instalados en la terraza como si el mundo exterior no existiera. Marco contaba, por enésima vez, el día en que fingió estar en serios problemas solo para obligarme a tomar un autobús a Morelia y reunirme con él y otros amigos de fiesta. Seguía sin provocarme risa aquella historia, pero lo cierto es que, al final, la pasé bien.

Y es que yo no soy de los que salen en Semana Santa. Todo se llena: hoteles, restaurantes, playas, museos. Es un caos de fe y sudor. Prefiero quedarme cerca, con gente que sepa reír sin necesidad de mártires.

Entre carcajadas y cerveza fría, uno de nosotros —ateo convencido, lector de Bertrand Russell y entusiasta del sol— levantó su cerveza y dijo con sorna:

—Gracias, Jesús, por estas vacaciones.

Nos reímos, claro. Pero la suegra de Marco, que nadie había recordado que estaba ahí, lo escuchó. Y era de las que no se guardan ni los suspiros.

—¡Muy ateos, ¿verdad?! Pues deberían estar trabajando.

Se hizo un silencio incómodo. Cambiamos de tema con la velocidad de quien esquiva una bala. Marco le sirvió otra lata, yo abrí unas tostadas, y alguien puso a Vicentico. Como buenos laicos, nos entregamos al ritual más antiguo de todos: el de no pelear en vacaciones.

Esa frase, lanzada al aire como un juicio divino, me persiguió durante todo el fin de semana. No era nueva. La había leído en redes sociales, la había escuchado en la oficina, años atrás.

—“Pregunta seria: ¿Los ateos deberían de disfrutar de las vacaciones de Semana Santa?”

—“Todos bien ateos, hasta que llega Semana Santa.”

—“A los de mi oficina ya se les dijo que trabajen: ellos no tienen nada que conmemorar.”

Estas frases, tan repetidas y compartidas con orgullo por ciertos creyentes radicales y no tanto, no son preguntas honestas: son acertijos envenenados. Parecen chistes, pero cargan una moralina áspera. Son indirectas disfrazadas de chascarrillo. Como quien dice: “yo nomás pregunto”, pero en realidad está señalando con el dedo.

Y claro, parecen inofensivas. Hasta graciosas. Pero si uno les rasca tantito, lo que sale no es humor, sino una especie de reclamo moral envuelto en sarcasmo. No buscan conversación, buscan exhibir. Y, de paso, recordarte que en nuestros respectivos países —España, Chile, México, Perú, etc.— descansar sin creer es casi un privilegio mal habido.

Pero a ver, vamos por partes:

¿Quién dijo que para acostarse en una hamaca hay que creer en la resurrección de un carpintero?

¿Debería yo, por coherencia, ir a trabajar mientras los demás están en la playa, solo porque no comulgo con el calendario litúrgico?

¿Acaso vamos a organizar la vida pública como si fuera una piñata donde cada quien agarra lo que su religión le permite?

Porque si de coherencia vamos a hablar, que también los creyentes se bajen de internet durante la Semana Santa y vayan a hacer penitencia sin memes, sin Netflix y sin cervezas.

Pero no. Todos quieren descanso, sol, y si se puede, vacaciones con aire acondicionado. Y eso no tiene nada que ver con la fe. Tiene que ver con el calor, el cansancio… y las ganas de no trabajar, que son universales.

La verdad es más compleja. Las vacaciones no son regalos divinos ni concesiones religiosas. Son construcciones sociales y legales. Es cierto: muchas festividades tienen orígenes religiosos. Pero la mayoría no fueron inventadas desde cero por una fe, sino que fueron adaptaciones de celebraciones anteriores. Semana Santa, por ejemplo, no cayó del cielo: el cristianismo la acomodó sobre la Pascua judía y la envolvió con rituales que ya existían en otras culturas. Con el tiempo, estas fechas se secularizan, se normalizan, se resignifican. Las sociedades evolucionan, y sus calendarios también.

Descansar en Semana Santa siendo ateo no es incoherente. Es tan lógico como usar el sistema métrico sin venerar a Napoleón (sí, Napoléon decretó su uso en Francia porque la gente estaba renuente a usarlo), o celebrar el Año Nuevo sin creer que el tiempo es un dios, como Cronos.

Lo cierto es que este juicio moral hacia los ateos no es racional. Es emocional. Tiene raíces en la psicología del grupo: nosotros contra ellos. En sentir que la propia identidad religiosa pierde terreno, y que el “otro” se beneficia de lo que no respeta. Pero esto revela más inseguridad que certeza.

También hay algo de frustración ahí. Tal vez porque Semana Santa, para algunos, ya no es sinónimo de recogimiento espiritual, sino de vuelos caros, playas llenas, y gente feliz que no pisa una iglesia. Y eso duele. Porque se siente como pérdida. Pero es una pérdida natural en una sociedad diversa.

Yo, por ejemplo, no creo en Dios. Pero sí creo en el descanso. En el derecho a compartir tiempo con los hijos, a apagar el teléfono, a no estar obligado a justificar mi pausa ante ninguna cruz. Y si algo me conmueve de estos días, no es la Pasión de Cristo, sino ver a los abuelos jugando con sus nietos en una hamaca. Eso también es sagrado.

Quizá la pregunta que deberíamos hacernos no es si los ateos merecen descansar en Semana Santa, sino si podemos aprender a convivir sin medirlo todo en términos de fe.

¿Podemos, de verdad, dejar de reclamar el calendario como si fuera propiedad privada?

O, mejor aún:

¿Y si en lugar de preguntarnos quién merece estas vacaciones… simplemente las aprovechamos para descansar del juicio ajeno?

Porque el descanso —como la dignidad— no debería depender de la religión. Solo de que seamos humanos.

Y eso, al menos, lo compartimos todos.

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